Viaje al planeta inexistente

Foto: Especial

Tomé mi maleta con los boletos  y ya no volví a mirar atrás. El sol era perfecto, apenas rozaba suavemente y sin quemar, y la brisa, ni se diga, limpia y fresca como nunca lo había estado. El aire era fresco y el suelo se cubría con los pétalos de las jacarandas.

No llevaba  prisa, pero quería correr por que había un camino interminablemente bello por transitar. Caminaba danzarinamente, oyendo la música de las calles. En un bar a media tarde una banda de jazz animaba la cuadra, y pasos más adelante, una marimba tocaba tintineante mientras la gente comía; y no faltaba el café de la galería, con su piano y su guitarra, con las miradas atónitas a los músicos apenas conocidos.

Me detuve en uno de esos cafés, vi cómo pintaban a carboncillo los rostros de unos chicos recién hechos novios, y la alegría de las amigas, reencontrándose después de muchos años era sin duda contagiosa.

Ya instalada en una de las sombrillas admiré a los performistas callejeros, haciendo trucos y acrobacias y a los bailarines que poco a poco contagiaban el paso a todos los que pasaba. Iniciaron los del danzón; Las señoras, con sus faldas elegantes y abanicos de colores, sacaban al centro a los señores de sombrero y charoles. Luego siguieron los salseros, y por último se hizo una mescolanza de bailes medio inventados que a todo el mundo parecía agradarle y todos terminaban la pieza aplaudiéndose entre sí.

Seguí mi pazo, contagiada por tanta dicha, en un punto no sé si sacudía mi vestido o mi vestido me sacudía a mí, y avanzaba dando vueltas y saltos, saludando a todo viajero que, igual que yo, iba sin rumbo hacia delante.

Calló la noche, un poco solas las calles, pues ya era la hora de irse a casa; seguramente en ese momento muchas familias estarían cenando, platicando cómo les fue en su día, y algunas parejas quizá estarían peleando por qué película ver, y las únicas guerras que se reportarían serían las de almohadas.

Caminé más, y la soledad de la calle no nubló mi paso, no sentí tristeza ni miedo, fui feliz por ese momento y la paz me abrazó por ese instante. No había sombras, sólo una luminosa oscuridad.

Cerré los ojos para atesorar el momento, esperando llegar pronto a mi destino…

 Pero cuando desperté, me di cuenta de que viajaba al país inexistente, y que afuera no había risas ni bailes, sino marchas y pesares. El cielo seguía gris y la ceniza enrojecía mis ojos. Las caras alegres de las personas en la plaza eran sombras melancólicas, caminando a pasos pesados.

Mi maleta se llenó de piedras y las cadenas ataban mis pasos. Le tuve miedo a la noche, a las calles y lloré por las mesas vacías, las noches de cine sin casa y las almohadas que pegaban como balas.

En un rincón en mi cama, sin querer salir de la casa, imagino las caras de mis hermanos y hermanas imaginarios, los abrazo y les aparto un lugar en mi planeta imaginario.

Hoy al despertar, me di cuenta de lo bello que es vivir en un mundo inexistente, y qué difícil es hacer inexistente nuestro pesar en el mundo real.

El planeta inexistente me consuela, porque ahí viven los soñadores, los que en su pesadilla viven el sueño del ese planeta ausente, “Espéralos” dice, que la dicha aún no premia a los héroes.

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